La verdad es que lloré todo
noviembre: en mi cama, en la oficina, en el auto, en el supermercado, en
cualquier lugar. Las lágrimas simplemente brotaban de manera espontánea. Al
principio, me sentí obligada a inventar “razones”, unas más tontas que otras, para
justificarlas ante los desconcertados espectadores y mientras lo hacía me
preguntaba ¿Y ahora que hago para controlar la mezcolanza de sentimientos
encontrados que tengo?, miedos, ilusiones, temores, incertidumbres, todo esto
ante el inminente matrimonio de Roberto, mi hijo menor: ¡Mi bebé! ¡Mi cómplice!
Un año atrás se habían
comprometido en matrimonio. Allá, en las alturas de Macchu Picchu, él, de rodillas y con el corazón palpitando
tan fuerte que se le salía del pecho, locamente enamorado le pidió la mano, prometiéndole amor para toda la vida; ella le dio el sí y nuestros apus los bendijeron bañándolos
con una torrencial y sagrada lluvia.
Aquí debo mencionar que Roberto
ya había dejado la casa familiar 9 años atrás, y migrado fuera del país en busca
de una maestría. Y recuerdo, como si hubiese sido ayer, cuando lo despedí en el
aeropuerto con un beso y miles de consejos y advertencias, muy segura de que
regresaría en tan sólo 12 meses. Durante estos años siempre estuvimos en
contacto y gracias a la maravilla del internet, participé de sus experiencias y
vivencias; Roberto pedía mi opinión para la tomar de decisiones trascendentales
en su vida como el alquiler de su vivienda, el contenido de documentos legales,
sus viajes, sus estratégicas profesionales, sus empleos… sus ascensos, así como
también sus alegrías, angustias o preocupaciones por situaciones inesperadas,
inusuales o difíciles. Siempre procuré estar a su disposición cuando me requiriese,
sin importar si era media noche o si yo tenía que dejar una reunión importante
para atenderlo. De igual forma, durante estos años, y con mucho orgullo, he
visto como ha ido madurando y requiriendo cada vez menos de mis consejos.
Si pues, no es que yo no
estuviera advertida, más aún, desde que me anunciaron la fecha y el lugar del
matrimonio, hice miles de planes: quienes viajaríamos, el itinerario, el clima,
la ropa, etc. Etc. Pero ni remotamente se me cruzó por la cabeza que afloraría
en mi toda esa sensibilidad… ¿de madre sobre protectora? No sé…
Cuanto hubiera dado para que la
lloradera amainara antes de partir a su encuentro o después de verlo tan feliz en
el aeropuerto con Ivy, su novia. Pero no, no paró. Peor aún, produjo desconcierto
en mi hijo quien no estaba advertido de mi situación de plañidera y quien,
hasta ese momento, me consideraba una persona cuerda y ecuánime.
El viaje lo estructuramos en tres
etapas, en la primera compartiríamos unos días mi hijo Roberto y yo, en la segunda
nos integraríamos con su nueva familia política y finalmente la etapa de la
boda propiamente dicha.
¿Si les digo que disfruté muchísimo
los primeros días al lado de Roberto y Ivy me creen?
¡Pues créanme! Fueron días realmente maravillosos, visitando
lugares de ese país tan remoto y misterioso para mí y del cual tenía
información parcializada y diferente a la que constaté. Aprendí algo sobre su
organización, su idiosincrasia, su gente y sus costumbres… pero lo más
importante fue descubrir al Roberto de hoy en su mundo, el que ha ido creado durante
estos 9 años de vida independiente, lejos del núcleo familiar y que gira
alrededor de Ivy de quien está tan enamorado, que no tiene reparos en mostrar
su amor por ella, con magnanimidad, con desprendimiento, con generosidad, con
ternura sobre protectora.
Es en esencia mi muchacho, con
más experiencia, más maduro, más mundo, que lo hacen mucho más tolerante y
caballeroso, más hombre, pero mi muchacho al fin. Ese ser dulce, sensible, amoroso,
inteligente, organizado y detallista, que se marchó con una valija llena de
sueños, metas y objetivos de vida. Metas en las que ha ido avanzando a paso firme y que
pude constatar continúan dentro de sus planes.
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